Cuando recordar nos salva del orgullo
Hay recuerdos que incomodan, pero que en realidad nos rescatan. Pablo empieza diciendo: “Acordaos…” (Efesios 2:11). No era un llamado a vivir en culpa, sino a mantener la gratitud encendida. Porque sin Cristo estábamos lejos: sin esperanza, sin Dios en el mundo. Como extranjeros espirituales, no teníamos hogar.
Pero todo cambió con una frase corta: “Pero ahora en Cristo Jesús…” (v.13). El pasado sin rumbo se topó con la sangre que nos acercó. Al volver a esa memoria, el corazón se ablanda. Se derrumba el orgullo y nace compasión hacia quienes aún se sienten lejos.
Cristo no solo da paz: Él es nuestra paz
La paz no es un estado emocional, ni siquiera un regalo que recibimos aparte. Pablo lo dice con fuerza: “Él es nuestra paz” (v.14). Su obra en la cruz no solo reconcilió a cada persona con Dios, sino que derribó muros entre unos y otros.
Judíos y gentiles, mundos opuestos, se encontraron en una nueva humanidad. Eso significa que la cruz no solo restaura lo interior, también lo comunitario. Por eso la pregunta se vuelve inevitable: ¿qué muros seguimos levantando en silencio? Tal vez un prejuicio, un rencor no resuelto, un sentido de superioridad. Frente a cada uno de ellos, Cristo clava el anuncio de su cruz: “La enemistad ha sido vencida” (v.16).
El acceso abierto que cambia la identidad
El evangelio no es un privilegio exclusivo, sino una puerta abierta. Pablo afirma que ahora tenemos entrada al Padre por medio de Cristo y en el Espíritu (Efesios 2:18). Ese acceso no está reservado a unos pocos, ni depende de mediadores humanos. La Trinidad misma garantiza que eres bienvenido.
Muchos aún oran como si siguieran siendo extranjeros, temiendo no ser escuchados. Sin embargo, este pasaje rompe esa mentira: ya no cargas con una etiqueta de rechazo. Puedes acercarte con confianza, como hijo amado, porque el Padre te recibe en su casa.
Una familia en construcción
La imagen final es poderosa: ya no somos forasteros, sino parte de la familia de Dios (v.19). Pablo no habla de un templo de piedra, sino de una casa viva donde Dios habita por su Espíritu. Cristo es la piedra angular y cada creyente, una pieza esencial en esa edificación (v.20–22).
No se trata de asistir a una institución, sino de pertenecer a un hogar. Una comunidad donde Dios está presente, edificando poco a poco, poniendo a cada persona en su lugar. La iglesia es más que un espacio para reunirse: es el lugar donde descubres que nunca estuviste solo.
Ahora bien, este pasaje no se queda en teoría. Te invita a recordar con gratitud lo que Cristo hizo por ti, a derribar los muros que levantaste en silencio, y a acercarte en oración con la certeza de que el acceso ya está abierto. Y al hacerlo, reconoce que no caminas aislado: eres parte de una familia en construcción. Quizá hoy sea buen momento para agradecer en oración, llamar a alguien con quien tengas una herida pendiente o simplemente sentarte a orar sabiendo que tu Padre te recibe.