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Prosperidad verdadera: el camino que va más allá de lo material

Mujer anciana sentada con una Biblia en su regazo, iluminada por la luz del sol, transmiti

Cuando la abundancia engaña

Tal vez alguna vez pensaste: “Si logro un mejor trabajo, si compro mi casa, si aseguro el futuro de mis hijos, entonces seré feliz”. Esa búsqueda no es nueva. Caín, después de alejarse de Dios, edificó una ciudad y la llamó con el nombre de su hijo (Génesis 4:17). A simple vista parecía exitoso, pero en realidad estaba construyendo para sí mismo, sin referencia a Dios.

Algo parecido nos pasa cuando creemos que la prosperidad consiste en logros visibles: propiedades, negocios, estabilidad. Se ven sólidos, pero pueden desmoronarse en cualquier momento. ¿De qué sirve edificar una vida entera sobre posesiones si se queda vacía de lo eterno? El salmista lo expresó con claridad: “Si el Señor no edifica la casa, en vano se esfuerzan los constructores” (Salmo 127:1).

En contraste, los descendientes de Set comenzaron a invocar el nombre del Señor (Génesis 4:26). Ellos no tenían ciudades ni monumentos que mostrar, pero sí una herencia que no se desgasta: la comunión con Dios. La diferencia entre Caín y Set no era la cantidad de logros, sino el fundamento sobre el que edificaban.

Lo que de verdad estaba en juego

El evangelio de la prosperidad suele presentar una versión reducida de la bendición: salud perfecta, riqueza asegurada, comodidad inmediata. Sin embargo, desde Génesis hasta las cartas de Pablo, la Biblia nos recuerda que la verdadera prosperidad no es acumular cosas, sino conocer a Dios y vivir en su voluntad.

Jesús lo resumió en una frase que todavía incomoda: “Es necesario que nazcan de nuevo” (Juan 3:7). Sin ese cambio interior, cualquier abundancia se queda en fachada. Y Pablo lo explicó a los efesios de forma aún más radical: “Dios nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales” (Efesios 1:3). Esa es la riqueza que no se mide en cuentas bancarias, sino en la seguridad de ser escogidos, perdonados, adoptados e iluminados por Dios mismo (Efesios 1:4-14).

¿Notas la diferencia? Lo que el mundo llama prosperidad se agota; lo que Dios da permanece. La salud puede quebrarse, el trabajo puede perderse, incluso las relaciones terrenales pueden fallar, pero las bendiciones espirituales son invencibles porque están guardadas en Cristo.

Ahora bien, eso no significa que debamos despreciar lo material. Comer, vestirnos y proveer para la familia son responsabilidades reales, pero nunca deberían ocupar el trono del corazón. Jesús enseñó a orar por el pan de cada día (Lucas 11:3), pero también a poner como prioridad “santificado sea tu nombre, venga tu reino” (Lucas 11:2).

Cómo se vive la verdadera prosperidad

Una de las señales más claras de dónde está nuestro tesoro es la oración. ¿De qué hablas con Dios? Pablo no pedía que los colosenses fueran ricos ni que nunca se enfermaran; pedía que fueran llenos del conocimiento de su voluntad y fortalecidos para vivir una vida digna del Señor (Colosenses 1:9-14). Eso es prosperidad: estar tan arraigados en Dios que incluso en medio de pruebas florece el fruto de la fe.

Mira cómo cambia la perspectiva:

  • Un hombre pobre en recursos, pero rico en Cristo, posee una herencia eterna que ningún empresario puede comprar.
  • Una mujer que enfrenta enfermedad, pero se aferra a las promesas de Dios, refleja una esperanza que no se quiebra con el dolor.
  • Una familia sencilla que ora junta y confía en el Señor, aunque viva en un espacio reducido, está edificando sobre roca firme.

El mundo dirá que eso no es éxito. Dios, en cambio, llama a esas vidas “bendecidas”.

Al final, todo se reduce a qué ciudad buscamos. La de Caín, construida para la gloria del hombre y destinada al olvido, o la celestial, preparada por Dios para los que le aman (Hebreos 11:16). Como escribió Pablo: “Nuestra ciudadanía está en los cielos” (Filipenses 3:20).

Caminando hacia lo eterno

Quizás llevas tiempo comparándote con quienes parecen prosperar más rápido: compañeros de trabajo, vecinos, incluso otros creyentes. El salmista también sintió esa envidia (Salmo 73:2-3), pero su perspectiva cambió al entrar en la presencia de Dios: comprendió que la abundancia sin Dios termina en ruina.

Por eso, no se trata de cuánto acumules, sino de en quién confías. Si tu vida gira en torno a lo eterno, ya eres próspero en el sentido más profundo. Tal vez hoy mismo podrías dar un paso sencillo: apartar unos minutos para orar como Pablo, pidiendo sabiduría espiritual en lugar de solo comodidad material. O quizá agradecer a Dios por las bendiciones invisibles que ya tienes en Cristo, aunque no siempre las veas reflejadas en la cuenta bancaria.

La verdadera prosperidad no es una promesa de éxito automático ni una fórmula de bienestar inmediato. Es vivir en comunión con Dios, seguro de que lo que Él da nadie lo puede quitar.

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