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06 ¿Ley o gracia? El dilema que muchos cristianos enfrentan

Cruz de madera en una colina al amanecer con vista panorámica de una ciudad al fondo, cielo con nubes doradas y tonos cálidos que evocan un mensaje de esperanza y transformación espiritual.

Una pregunta que sigue vigente

Cada vez que escuchamos que la salvación es solo por gracia surge una inquietud honesta: si Cristo ya me salvó, ¿qué lugar tiene entonces la ley de Dios en mi vida? La tensión entre gracia y ley no es un debate teórico; impacta la manera en que manejas tu tiempo, tu familia, tu dinero y hasta tus emociones.

Los gálatas se enfrentaban a esta confusión, y Pablo responde con una claridad sorprendente. No evade la tensión, sino que muestra cómo la ley y la gracia cumplen funciones distintas dentro del plan de Dios.

La promesa no se cancela

Pablo utiliza una comparación sencilla: un testamento firmado no se invalida ni se modifica. De la misma manera, la ley de Moisés —dada siglos después de Abraham— no puede anular la promesa original. Esa promesa no dependía de la obediencia de Abraham, sino de la fidelidad de Dios.

Si la bendición viniera por la ley, ya no sería promesa, sino contrato. Pero el pacto con Abraham fue unilateral: Dios mismo se comprometió, asegurando que su gracia sostendría todo. Desde el inicio, la salvación ha sido regalo, no salario.

La ley como espejo, no como escalera

¿Por qué, entonces, fue dada la ley? Pablo responde: “fue añadida a causa de las transgresiones” (Gálatas 3:19). La ley expone, no salva. Su función es mostrarnos lo que somos: incapaces de cumplir la voluntad de Dios.

Así lo experimentó el propio Pablo. Al enfrentarse con el mandamiento “no codiciarás”, entendió que no solo cometía pecados, sino que su corazón era esclavo del pecado. La ley lo dejó sin excusas y lo empujó a reconocer su necesidad de Cristo.

Un tutor que nos lleva a Cristo

Pablo describe la ley como un guardia que encierra y un tutor que educa. Ambas imágenes tienen algo en común: limitan, pero con un propósito formativo. El tutor no es el destino final, sino la preparación para algo mayor. Así, la ley dirige la mirada hacia Jesús, el único que puede cumplir lo que ella exige.

Toda religión que olvida esta función de la ley cae en el mismo error: legalismo. Cuando se obedece por temor o para ganar méritos, la fe se convierte en esclavitud. La verdadera función de la ley es conducirnos a una relación viva con Dios a través de Cristo.

Ya no bajo supervisión, pero no sin dirección

Con la llegada de la fe, Pablo dice que ya no estamos bajo el tutor (Gálatas 3:25). Eso no significa que la ley se vuelva inútil, sino que cambia su lugar en nuestra vida. Ya no buscamos obedecer para ser aceptados, sino porque ya hemos sido aceptados.

Esa transformación libera el corazón: la obediencia ya no nace del miedo ni del orgullo, sino de la gratitud. La ley sigue siendo valiosa, pero ahora es respuesta de amor, no escalera de ascenso.

Honrar la ley, amar al Dador

Solo al entender que Cristo obedeció perfectamente la ley en nuestro lugar, y que murió cargando nuestras transgresiones, podemos ver la ley con nuevos ojos. Ya no como carga imposible, sino como reflejo del carácter de Dios que deseamos imitar.

La ley nos muestra la necesidad de un Salvador, y al mismo tiempo resalta la grandeza de la obra de Jesús. Y cuando esa verdad toca el corazón, la obediencia deja de ser un deber pesado y se convierte en una expresión alegre de gratitud.

Quizá hoy puedas detenerte y orar: “Señor, gracias por tu gracia que me salva. Enséñame a obedecerte no para ganar tu amor, sino porque ya lo tengo en Cristo”.

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