Cuando la fe se convierte en esfuerzo
“¿Tan torpes son?” (Gálatas 3:3). La exclamación de Pablo suena fuerte, pero es el grito de un pastor que ve a sus hijos espirituales desviarse. Ellos habían recibido el evangelio, experimentado al Espíritu, y ahora pretendían continuar la vida cristiana confiando en sus propios méritos.
Esa misma lógica nos acecha hoy. Aceptamos la salvación como regalo, pero después vivimos como si todo dependiera de nuestra disciplina, de nuestra constancia o de nuestra conducta moral. Pensamos: “Cristo me salvó, ahora debo demostrar que lo merezco”. Es volver a confiar en la carne en lugar de depender del Espíritu.
El evangelio no es la entrada: es el camino
Pablo insiste en que la fe no es solo la puerta de entrada al cristianismo. Es también el sendero por el que se camina día tras día. No solo somos justificados por la fe, también somos santificados por la fe. Nunca dejamos atrás el evangelio.
Cuando predicó a los gálatas, no les presentó un manual de autoayuda, sino a “Jesucristo crucificado” (Gálatas 3:1). Ese anuncio pintó ante sus corazones la obra de la cruz. Ver a Cristo crucificado no es un ejercicio intelectual, sino un encuentro espiritual: comprender con el corazón que Él murió por ti. Y cuando el evangelio se proclama así, el Espíritu renueva y transforma.
La trampa del esfuerzo humano
Intentar perfeccionarse en las propias fuerzas es vivir “en la carne” (Gálatas 3:3). Es volver a la lógica de la ley: creer que el valor y la aceptación dependen de lo que hacemos. Antes de conocer a Cristo quizá buscabas identidad en logros profesionales, morales o sociales. Ahora, aunque has creído en el evangelio, la tentación de volver a esas viejas métricas persiste.
El resultado es inseguridad y ansiedad espiritual. Quien basa su seguridad en su desempeño nunca sabe si ha hecho lo suficiente. Vive comparándose, temiendo la crítica y dudando de su lugar ante Dios. Es como llevar una maldición emocional encima, aun cuando Cristo ya lo liberó objetivamente.
La maldición que Cristo llevó por ti
Pablo recuerda que Cristo mismo cargó esa maldición. “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, haciéndose maldición por nosotros” (Gálatas 3:13). Fue tratado como pecador para que tú fueras tratado como justo.
Eso significa que, si Él fue contado como maldito, tú eres contado como justo delante de Dios. No solo perdonado, sino aceptado plenamente. Y esa justicia no depende de tu constancia, sino de la obra de Cristo ya terminada.
Dos maneras de vivir
En el fondo, siempre hay dos caminos: vivir por la fe o vivir por las obras. Pablo dice: “Los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición” (Gálatas 3:10). Pero los que descansan en Cristo viven en libertad y seguridad.
Esa es la buena noticia: nunca avanzamos más allá del evangelio, porque todo lo que necesitamos está en Él. Cada paso de la vida cristiana, desde la salvación inicial hasta la transformación diaria, ocurre por gracia mediante la fe.
Tal vez hoy puedas detenerte y reconocer: “Señor, confieso que he vuelto a confiar en mis fuerzas. Hazme volver a la cruz, donde ya todo fue hecho”. Esa oración sencilla es el recordatorio de que el evangelio no solo te recibió, también te sostiene y te llevará hasta el final.