Cuando la fe se vuelve costumbre
A veces, la costumbre puede volverse una trampa. Las reuniones siguen, los ministerios funcionan, los programas se repiten… pero el fuego interior se apaga sin que nadie lo note. Todo parece estar “bien”, hasta que alguien se atreve a preguntar: ¿seguimos caminando en la dirección de Cristo o solo seguimos el ritmo de la tradición?
Esa misma pregunta recorrió Europa en el siglo XVI. La Iglesia de entonces tenía poder, influencia y estructuras sólidas, pero había olvidado su primer amor. La fe se había institucionalizado y el liderazgo se había corrompido. No fue el mundo quien señaló la necesidad de cambio, sino hombres y mujeres dentro del pueblo de Dios que, con temor y temblor, escucharon la voz del Espíritu diciendo: reformen su camino, vuelvan al evangelio.
La Reforma Protestante no fue una revolución contra la Iglesia, sino un llamado de Dios a su Iglesia. Y esa voz no se ha silenciado: la Iglesia reformada siempre necesita seguir reformándose.
El valor de una iglesia que se arrepiente
La frase latina Ecclesia reformata, semper reformanda —“Iglesia reformada, siempre reformándose”— no es un eslogan bonito; es una confesión de humildad. Significa que ninguna comunidad, por más sana que parezca, ha llegado al punto de no necesitar corrección.
Lutero, Calvino y otros reformadores no solo cuestionaron doctrinas erradas; también se cuestionaron a sí mismos. Sabían que el corazón humano tiende a levantar nuevos ídolos incluso después de derribar los viejos. Por eso insistían en que la verdadera reforma no ocurre una vez en la historia, sino cada vez que la Palabra confronta nuestra vida y decidimos obedecer.
Jesús lo dijo con claridad a las iglesias del Apocalipsis: “Yo reprendo y disciplino a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete” (Apocalipsis 3:19). La iglesia que se arrepiente es la iglesia que Dios sigue usando. La que se justifica, se seca.
Liderar desde la humildad
Uno de los frutos más visibles de la Reforma fue el redescubrimiento del sacerdocio de todos los creyentes. Ya no había una clase de “santos profesionales” y un pueblo pasivo. Cada cristiano, por estar unido a Cristo, tenía acceso directo a Dios y un llamado a servir con los dones que Él da.
Sin embargo, a lo largo de los siglos, la tentación del poder religioso ha vuelto a colarse por las rendijas. Muchos líderes, con buenas intenciones, terminan construyendo ministerios donde el aplauso pesa más que la obediencia, y la marca personal más que el nombre de Jesús.
Pero el liderazgo reformado no se mide por influencia, sino por integridad. Jesús lavó pies, no porque olvidara quién era, sino porque sabía exactamente quién era (Juan 13:3–5). Solo quien está seguro en su identidad en Cristo puede servir sin miedo a perder prestigio.
Tal vez lo que más necesita la iglesia contemporánea no es más estructura, sino más humildad: pastores que oren más de lo que publican, líderes que vuelvan a la Palabra antes de buscar estrategias, creyentes que no digan “mi ministerio”, sino “nuestra misión.”
Comunidades que se edifican desde adentro
La Reforma no solo transformó púlpitos; transformó comunidades. En Wittenberg, Ginebra o Zúrich, las iglesias comenzaron a reunirse para estudiar la Biblia, cantar himnos y cuidar unos de otros. El evangelio se convirtió en vida compartida.
Hoy, cuando la fe corre el riesgo de volverse virtual y fragmentada, el llamado sigue siendo el mismo: volver a la comunión real. Una iglesia que se reforma no se limita a escuchar sermones; se edifica mutuamente. Se confronta en amor, se sostiene en la prueba, se alegra en el perdón.
Hebreos 10:24–25 lo dice con fuerza: “Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos… sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca.”
Reformarse no es cambiar por moda, sino alinearse al modelo del Nuevo Testamento: un cuerpo donde cada miembro sirve, donde Cristo es la cabeza y donde la Palabra gobierna sobre toda opinión.
La reforma que empieza en el corazón
La verdadera reforma nunca empieza en un documento ni en una asamblea, sino en un corazón que vuelve a temblar ante la voz de Dios. Antes de renovar templos, Dios renueva vidas. Antes de corregir sistemas, corrige motivaciones.
Tal vez hoy esa sea la reforma que Él busca: no la que se anuncia con pancartas, sino la que ocurre en secreto, cuando un líder pide perdón, cuando una familia vuelve a orar junta, cuando una iglesia decide abrir su Biblia y dejar que ella decida qué debe cambiar.
Dios sigue haciendo eso: reformando lo que se endureció, despertando lo que se adormeció, limpiando lo que se contaminó. No para humillar, sino para restaurar. No para exhibir errores, sino para avivar su gloria en medio de su pueblo.
Reformas pequeñas que encienden la esperanza
Quizá esta semana puedas comenzar con algo sencillo: abrir espacio para escuchar. Pregunta con honestidad: “Señor, ¿qué parte de mi vida, de mi servicio o de mi comunidad necesitas reformar?” Y cuando la respuesta llegue a través de su Palabra, no la retrases.
Cada acto de obediencia es una pequeña Reforma. Cada vez que una iglesia prefiere la verdad a la comodidad, el Espíritu vuelve a soplar.
La historia demuestra que Dios siempre reforma a su pueblo antes de reformar al mundo. Y cuando lo hace, la luz del evangelio brilla otra vez con fuerza. No porque seamos perfectos, sino porque seguimos siendo reformados por la gracia que no se cansa de restaurar.






