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Somos luz por gracia, no por mérito

Joven ayudando a una anciana en una estación de metro oscura, destacadas por una luz sutil que las acompaña, simbolizando la bondad como reflejo de la luz de Cristo en lo cotidiano.

Una identidad inesperada

En el corazón del Sermón del Monte, Jesús pronunció unas palabras que debieron sonar desconcertantes: “Ustedes son la luz del mundo” (Mateo 5:14). No lo dijo como un deseo ni como un reto a alcanzar, sino como una declaración de identidad. Los que lo escuchaban no eran sabios, ni gobernantes, ni líderes religiosos. Eran pescadores, campesinos y personas comunes que habían decidido seguirle. Y sin embargo, sobre ellos recayó una misión inmensa: alumbrar en un mundo en tinieblas.

Lo mismo ocurre hoy. Jesús no nos llama luz por nuestros méritos, sino por Su gracia. Nuestra luz no nace del carácter intachable, la inteligencia o los logros personales. Es Cristo mismo quien, al habitar en nosotros, nos hace resplandecer. Como la luna refleja la luz del sol, así reflejamos la gloria de Aquel que declaró: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12).

Un mundo necesitado de claridad

Basta mirar alrededor para percibir la oscuridad espiritual de nuestra época. Egoísmo, violencia, indiferencia, vanidad… parecen marcar el ritmo de la cultura. Pablo ya lo había descrito siglos antes: “En los postreros días vendrán tiempos peligrosos. Porque habrá hombres amadores de sí mismos, avaros, vanagloriosos, soberbios…” (2 Timoteo 3:1-2).

Antes de Cristo, nosotros mismos formábamos parte de esa oscuridad. Efesios 5:8 lo dice sin rodeos: “En otro tiempo eran tinieblas”. Vivíamos guiados por nuestros propios deseos, ignorando a Dios y Su voluntad. Y aunque pensábamos que caminábamos con libertad, en realidad contribuíamos a un ambiente marcado por la confusión espiritual.

Pero Dios, en Su misericordia, nos alumbró. Nos mostró nuestra condición perdida y nos condujo a la salvación en Cristo. El resultado es que ahora somos llamados a ser faros que guíen a otros hacia la misma gracia que nos rescató.

Una luz que no se puede esconder

Jesús fue contundente: “No se puede esconder una ciudad situada sobre un monte” (Mateo 5:14). Tampoco se enciende una lámpara para ocultarla bajo un cajón. La luz está hecha para brillar.

Cuando Cristo transforma el corazón, el cambio se hace visible. No se trata de una fachada religiosa, sino de una vida que, poco a poco, refleja otro carácter. Se nota en la manera en que hablamos, en cómo respondemos en medio de la dificultad, en la forma en que tratamos a los demás. Mientras más oscuro está el entorno, más evidente se hace esa luz.

Es cierto que a veces sentimos la tentación de escondernos. El miedo a ser juzgados o ridiculizados puede llevarnos a callar nuestra fe. Sin embargo, Pedro nos recuerda: “Estén siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15). Esa esperanza no es un argumento intelectual, sino una vida marcada por la presencia de Cristo.

La luz, incluso sin palabras, se manifiesta. Una reacción paciente, un gesto de generosidad, una decisión tomada en integridad pueden reflejar de manera poderosa el amor de Dios.

Cómo dejar que la luz brille

Jesús concluyó Su enseñanza con un mandato claro: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16).

Aquí está la clave: la luz se expresa en buenas obras. No para nuestra gloria personal, sino para que las personas eleven la mirada a Dios. Cada acción impregnada del carácter de Cristo puede ser una chispa que encienda fe en otro corazón.

En lo cotidiano, esto toma formas muy concretas: responder con paciencia en una discusión, mantener la paz en medio de la incertidumbre, mostrar gratitud aun en la escasez, servir a alguien que no puede devolver el favor. Son gestos que, aunque pequeños, apuntan a una realidad mayor: el Reino de Dios se hace visible en medio de la vida diaria.

Un llamado a brillar con autenticidad

Ser luz del mundo no significa llevar una vida perfecta ni mantener una máscara espiritual. No es un proyecto de superación personal. Es fruto natural de la gracia que nos alcanzó. Es Cristo brillando en nosotros.

Por eso, ser luz es vivir con autenticidad. No escondida, no apagada, sino real y palpable. En un mundo donde abundan las promesas falsas y la oscuridad moral, lo que más necesita la gente no son discursos vacíos, sino testimonios vivos. Personas que reflejen, con sencillez, que Jesús sigue transformando vidas.

Pablo lo resume con claridad: “En otro tiempo eran tinieblas, mas ahora son luz en el Señor; anden como hijos de luz” (Efesios 5:8). No se trata solo de recordar lo que somos, sino de caminar conforme a esa identidad.

Así que la pregunta es inevitable: ¿estás dejando que tu luz brille o la mantienes escondida por miedo o vergüenza? Quizá hoy sea el momento de dar un paso sencillo: servir a alguien en silencio, reconciliarte con una persona, elegir la verdad aunque cueste. Son esos gestos los que, en la suma de la vida, alumbran y dirigen la gloria hacia Dios.

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